Ya no es novedad que durante años, el diagnóstico de autismo en mujeres estuvo condicionado por un modelo clínico construido sobre perfiles masculinos. Lo lamentable es que aún hoy, gran parte de los criterios diagnósticos siguen arrastrando ese sesgo, y muchas mujeres adultas quedan fuera del radar por no cumplir con la imagen esperada de ser genios matemáticos, desconectadas socialmente, que no sostienen la mirada, obsesionadas con el universo, los dinosaurios o sin capacidad para ser amables o ponerse en el lugar de otro.
Lo que no se está mirando en esos casos tiene que ver con que hay formas de procesamiento igual de específicas o intensas, que no se reconocen como tales. En mi caso, la expresión más evidente ha sido la memoria visual centrada en lo estético. Tengo lo que suele valorarse como una excelente memoria, pero no es generalizada. Me concentro, sin proponérmelo, en registrar con precisión elementos que conectan con mis intereses estéticos y sensoriales, como la música, o los que entran por la vista como las texturas, formas, colores, combinaciones, tipografías, moda, cortes de pelo, maquillaje, cocina, arquitectura, la artesanía o el diseño.
Puedo recitar, sin esfuerzo, poemas que aprendí de niña, noticias importantes de los años ochenta, los estilos que marcaron décadas, incluso los atuendos que yo misma o mis amigas usábamos en cumpleaños específicos. Tengo almacenado un archivo mental de modelos de automóviles que incluye marcas, líneas y versiones de los años noventa y dos mil, aunque mi precisión ha disminuido con la entrada masiva de modelos chinos.
También recuerdo números de teléfono propios y ajenos, direcciones exactas, listas completas de compañeros de colegio con sus nombres, apellidos, cumpleaños y anécdotas particulares que nadie más recuerda. No es una habilidad extraordinaria. Es una forma de registro profundamente orientada hacia lo concreto, lo observable y lo vinculado a un interés sostenido.
Este tipo de memoria, de alta fidelidad pero anclada a lo sensorial y cotidiano, no suele aparecer en los manuales diagnósticos. Un profesional podría verla como simple “buena memoria” o como un rasgo anecdótico. Pero para quienes trabajamos con autismo desde adentro, sabemos que esto es una forma de estar en el mundo. Un modo de organizar la realidad que responde a patrones internos, que otorga seguridad y sentido, que prioriza lo estético como estructura.
Esta estructura también puede volverse restrictiva. Hay una dimensión perceptual que no se flexibiliza. Lugares muy desordenados, personas que usan texturas sin lógica estacional o combinaciones de colores que me parecen irracionales o cabellos teñidos con tonos fluorescentes, me generan una perturbación real. No lo expreso como un juicio moral, ni desde la intolerancia, sino de un umbral sensorial que no puedo ajustar con facilidad. Desde la perspectiva de la neurodivergencia, esto se ha descrito como rigidez perceptual selectiva o, en términos más amplios, como una forma de hiperestesia estética estructural.
Conocer estos patrones me ha ayudado a crear mejores condiciones para mí. Hoy tengo la posibilidad de vivir en una casa construida a medida, con buena luz natural y un entorno silencioso. Esa elección es una herramienta concreta para regularme y vivir con más tranquilidad.
Pero no siempre fue así. Viví más de 40 años en casas pequeñas o departamentos de la ciudad, con ruidos de tránsito, vecinos y estímulos difíciles de filtrar. Aun así, en cada lugar que habité logré, sin saber cómo, armar refugios. Espacios reducidos, pero estéticamente coherentes. A veces una pieza, a veces un rincón. Ya más grande, viviendo sola, un departamento completo. En todos esos casos, los lugares que yo habitaba terminaban siendo los más tranquilos y agradables, incluso para quienes me visitaban.
Esto no es solo una preferencia. En psicología, se describe como búsqueda de regulación ambiental, una forma de autorregulación sensorial que se activa a través del entorno físico. Para la mayoría de mi familia, esta necesidad es ocasional, para mí, es estructural. Detecto con precisión qué me perturba y qué me ordena, y esa capacidad me ha permitido construir espacios donde puedo funcionar mejor.
Lo interesante es que esta rigidez convive con una capacidad de apreciar lo bello en formas inesperadas. Encuentro belleza en jardines cuidados, aunque estén en un entorno adverso. En la forma en que crece un árbol en medio de la ciudad. En la elegancia serena de una anciana que camina suave. En todo lo simple que tiene coherencia.
Mi diagnóstico lo describe así: “En esta dimensión, la consultante menciona que, desde su percepción sensorial, tiende a procesar nuevas experiencias a través de filtros iniciales que se activan principalmente mediante estímulos auditivos y visuales. Esto implica que su forma de interpretar el entorno está influenciada en gran medida por cómo percibe los sonidos y las imágenes, lo que podría moldear sus respuestas ante situaciones desconocidas o novedosas.”
Ese reconocimiento me permitió entender mejor mi forma de funcionar. Y aunque el diagnóstico no está orientado a ofrecer estrategias de gestión sensorial, me dio una base para tomar decisiones concretas. A partir de ahí, pude rescatar lo valioso de esa percepción particular y llevarlo al centro de mi vida cotidiana y profesional.
El diseño de mi casa, la forma en que organizo mis espacios de trabajo, mi consulta, e incluso la manera en que practico acupuntura, responden a propuesta sensorial afinada. La experiencia sensorial es el punto de partida desde el cual estructuro lo que ofrezco.
Desde una mirada clínica, muchos intereses sensoriales vinculados a lo estético, como la moda, la cocina o el diseño, han sido poco explorados en mujeres autistas. A menudo se consideran superficiales, sin tomar en cuenta que pueden funcionar como verdaderos sistemas de organización perceptual y emocional. Estos intereses también ofrecen una forma estable de interpretar el entorno y construir una coherencia interna. Su reconocimiento permite afinar la evaluación y ampliar los marcos de comprensión profesional sobre los modos en que se expresa la neurodivergencia en mujeres y diversidades sexuales.
La omisión de este tipo de funcionamiento en las guías diagnósticas tradicionales tiene consecuencias. Hay mujeres neurodivergentes que pasan décadas en evaluaciones que descartan la condición por no cumplir con los estereotipos esperados. Otras reciben diagnósticos equivocados, centrados en síntomas periféricos, como depresión o fatiga crónica, sin llegar nunca al núcleo de su manera de procesar, vincularse y percibir.
Mi caso no tiene brillo académico ni talentos evidentes. Pero hay algo estructural en este tipo de memoria, percepción y necesidad de entorno. Comprenderlo exige ampliar las categorías clínicas y afinar la mirada profesional hacia otras experiencias sensibles.
Algunas de nuestras estructuras más profundas no aparecen en test ni en entrevistas clínicas. Están en la forma en que vemos, recordamos y volvemos a mirar el mundo.
Como profesional, me centro en ayudar a identificar y cultivar esos elementos que permiten regularse en la vida cotidiana. Mi trabajo busca ofrecer herramientas concretas para vivir con mayor claridad, seguridad y coherencia en el entorno propio.
Ronina Seoane, Acupunturista y Terapeuta Corporal. Comunicadora Social.