Chile es uno de los mejores lugares del planeta para observar el universo. En el desierto de Atacama, la atmósfera es tan limpia y seca que permite mirar el cielo con una precisión que no se consigue en casi ningún otro lugar del mundo, por esta razón, alberga en sus cerros algunos de los telescopios más avanzados, especialmente diseñados para estudiar galaxias lejanas, estrellas en formación y ultimamente agujeros negros.
Lo curioso es que, justamente, un agujero negro no puede verse. Es una zona del espacio donde la materia está tan concentrada que ni siquiera se escapa la luz. Lo que la ciencia astronómica observa no es el objeto en sí, sino los efectos que produce, como la forma en que curva la luz, modifica la trayectoria de las estrellas cercanas o emite energía desde el material que orbita en sus bordes antes de ser absorbido.
Y esa idea, la de estudiar lo invisible a partir de sus consecuencias me persigue hace un rato.
Pienso en Jung y su manera de entender la sombra como todo aquello que aún no se ha hecho consciente, como los aspectos que fuimos dejando fuera del campo de lo visible, a veces por adaptación, otras por protección. Aquello que puede tratarse de emociones no expresadas, deseos que no encajaban, partes del carácter que fuimos cambiando porque no fueron bienvenidas en nuestro entorno cercano. Esas sensaciones que nos quedan como una sombra que se manifiesta en distancias y silencios.
Desde otro enfoque, la Gestalt propone algo similar. Trabajar con la figura, lo que se tiene claro en el momento y con el fondo, lo que permanece en los márgenes pero está actuando. Por ejemplo, alguien puede hablar con calma sobre su rutina diaria, pero en su cuerpo hay tensión en el pecho, o la mirada se desvía cada vez que menciona a alguien. Esa información que no se nombra, pero se expresa igual, es parte del trabajo terapéutico. Lo que queda fuera de la narrativa consciente también comunica.
Y cómo agujeros negros, las tensiones sin nombre, los hábitos que se repiten, emociones que irrumpen sin previo aviso, las personas que atraemos, todo lo que no vemos también forma parte del sistema que somos.
Puedo asimilar en análisis de las mediciones científicas al momento en que una mujer se entera que es neurodivergente. Algo empieza a revelarse al reconocer los efectos de una fuerza que siempre estuvo operando. Como los astrónomos que no ven directamente un agujero negro, nosotras tembién empezamos a mirar hacia atrás, revisamos las relaciones intensas, los momentos de desconexión, el cansancio inexplicable, el infaltable esfuerzo continuo por adaptarse. La trayectoria de lo vivido nos va revelando un patrón. Porque al final es más que ponerse una etiqueta, es una manera de empezar a entender por qué todo fue tan distinto a lo esperado para poder darle un contorno a lo que antes era solo sensación.
Entiendo que la analogía con los agujeros negros no es perfecta, pero me sirve. Porque en ambos casos hay algo que no se ve directamente, pero cuya presencia es incuestionable por su impacto. Y también porque esa “oscuridad” no flota sola, ni en la nada, forma parte de sistemas más amplios. Un agujero negro está incrustado en una galaxia. Nosotras también. No existe una sombra sin un cuerpo.
En ecología, la vida a la sombra tiene sentido. Hay seres que sólo crecen en ausencia de luz directa, como los hongos, bacterias y microorganismos, los cuales habitan la penumbra para hacer la tierra fértil. En los suelos húmedos de un bosque, lo que descompone, lo que transforma, lo que trabaja en silencio, lo que no brilla es lo que sostiene la vida.
Esta metáfora no necesita ser forzada. Basta mirar la propia experiencia corporal. Hay partes de nuestro cuerpo que nunca vemos directamente, pero sabemos que están. El sistema nervioso, el corazón, los intestinos, la fascia. Hay funciones que ocurren fuera del campo de la voluntad, pero determinan cómo nos sentimos. No hace falta encender todas las luces para estar presentes. Basta con afinar la atención, con aprender a escucharnos desde el interior.
Explorar la sombra, en el cosmos, en la psique o en lo sensorial es una forma de conocimiento. Una forma de completarse, de entender la existencia. Implica asumir que no todo puede ser nombrado, y sin embargo, puede ser habitado. Es reconocer que hay algo que no se ve, pero que está trabajando.
Y tal vez uno de los aprendizajes más profundos, sea avanzar sin apurarse a iluminar cada rincón. Avanzar tanteando por donde la luz no llega, como hacen quienes estudian agujeros negros, que no observan el centro directamente, pero leen con precisión lo que ocurre alrededor y miden las señales que va dibujando su presencia. Para entender la complejidad no sirve apurar las respuestas, solo queda dedicarnos a muchas horas de observación, aprender a afinar la mirada y confiar en que incluso en la oscuridad hay un lenguaje, un ritmo, una vida que se ordena y se explica.
Ronina Seoane, Acupunturista y Terapeuta Corporal. Comunicadora Social.