A los 5 años fui a una guardería infantil una semana.Tengo fijado el recuerdo de esa experiencia, como algo casi traumático. El patio era de tierra suelta, la comida venía en bandejas de plástico celeste con separadores y tenía una textura gelatinosa que me costaba tragar. El piso estaba sucio y había muchas niños y niñas gritando. Salía al patio cada vez que podía y me quedaba bajo el único árbol, junto a la reja, mirando la gente pasar. Estaba ahí la mañana completa sin moverme mucho.
Aún si me concentro, siento el calor que emanaba del suelo y me hacía sangrar la nariz, la sensación de estar llena de tierra, el ruido áspero de los cubiertos del comedor, el olor penetrante de la comida que me obligaban a tragar, tratandome de mañosa. Algo que debía sentirse como un espacio feliz para la infancia se vivía como encierro. Nadie parecía darse cuenta de que yo no estaba bien, que era algo más de mañas. Eran otros tiempos. Si una no se daba contra las paredes o se balanceaba rara, no era autista.
De adulta, visité un centro terapéutico privado, para niños y niñas, en una comuna del barrio alto de Santiago, que atendía a niños con autismo, TDAH y otros diagnósticos del desarrollo. Si bien tenía un jardín con pasto y relucientes juegos nuevos, adentro el piso era de baldosa fría, las paredes estaban cubiertas de materiales didácticos apilados en repisas abiertas, los colores brillaban por todos lados, sin dar una pausa. Las puertas eran de vidrio, todo el sonido rebotaba. Parecía un centro médico lleno de juguetes. Yo ya era adulta, pero mi cuerpo reaccionó igual. Nada ahí ayudaba a calmarse. Todo lo que había, estaba pensado para estimular.
Trabajo con la percepción sensorial todos los días. Sé cómo responden los cuerpos sensibles frente al ruido, el desorden, las texturas brillantes y los espacios sin refugio o pausas visuales. La regulación sensorial siempre necesita contención. No se puede pensar o aprender si no hay descanso. No hay calma si todo vibra alrededor.
Miré el lugar en silencio. Me pregunté cómo se sentaría una niña ahí. Cómo encontraría el foco. Dónde podría apoyarse, si hasta las profesionales tenían delantales de colores. Busqué algún espacio tranquilo y no lo encontré. Anterior a esa experiencia pensaba que esos lugares, a los que yo no tuve acceso, estaban diseñados para entregar seguridad, para aprender a regularse en calma. Pero al entrar, sentí una incomodidad tremenda. Si me costaba ahora, me pregunté ¿cómo habría sido para una niña que no sabía lo que le pasaba?.
Hoy tenemos estudios que avalan que los espacios educativos y de salud no son neutros. Modifican el cuerpo, el aprendizaje, el tiempo de recuperación y los estados de ánimo. Esa guardería, ese centro privado, dejan en claro que no basta con dinero, buenas intenciones ni materiales nuevos. Cuando un lugar no permite descansar, concentrarse ni ofrecer seguridad, se puede volver hostil, aunque nadie grite.
Hay países en que ya están trabajando desde otra lógica. En Nueva York, la Shrub Oak International School, fue construida pensando en los adolescentes autistas. El diseño incluye tonos tierra, luz suave, materiales nobles y zonas de pausa. Todo está pensado para facilitar la regulación sensorial. Lo curioso es que este tipo de entornos no solo favorecen a quienes tienen mayor sensibilidad, si no que generan un bienestar en toda la comunidad educativa neurotípica.
La biofilia, el “amor a la vida”, que inspira nuestra conexión intrínseca con la naturaleza, parece un buen camino. En arquitectura, orienta el diseño hacia la integración de elementos naturales que ayuden a regular el sistema nervioso para favorecer el bienestar. Esto se traduce en luz natural bien distribuida, buena ventilación, uso de materiales naturales, como madera, piedra o barro; patios con vegetación, texturas cálidas en muros y pisos, techos altos y recorridos que permiten una circulación fluida. También considera la acústica de los espacios, donde no rebote el sonido y el cuerpo puede orientarse sin esfuerzo.
Aplicar estos principios mejora la atención, disminuye la sobrecarga sensorial y permite sostener procesos de aprendizaje o cuidado sin agotarse. El diseño del espacio deja de ser un fondo funcional o un adorno y pasa a ser parte activa de los procesos que acoge. Me encantaría contribuir para avanzar en ese camino.
Ronina Seoane, Acupunturista y Terapeuta Corporal. Comunicadora Social.