Recorrí un bosque en una salida guiada. La mujer que lideraba el grupo conocía bien su ritmo. Habló del ciclo de los árboles, de cómo crecen en colaboración. Algunos extienden sus copas muy alto y otros se doblan, dejando pasar la luz. Mencionó los hongos que se instalan a descomponer los troncos enfermos, las hojas que se mezclan con la tierra, los roedores que, sin saberlo, transportan semillas por todo el bosque. Caminamos por suelos blandos, sobre raíces, ramas torcidas y troncos caídos, entendiendo que nada estaba fuera de lugar, todo tenía una función que cumplir.
Lo que más me llamó la atención fue la quila, una planta nativa parecida al bambú, con cañas flexibles que forman una red cerrada en el sotobosque. La guía nos contó que aparece porque el bosque se está regenerando. Nadie la siembra, llega sola. La llamó especie pionera, porque cubre el suelo raleado, impidiendo el paso humano y tiene el potencial de guardar humedad. Permite que en su interior crezca el futuro bosque nativo y cuando ya no se necesita, se seca, desaparece. Me quedé pensando en eso. Había algo en esa forma de actuar que me resultaba familiar.
Durante el primer año posterior al diagnóstico, estuve muy confundida. Me desorientó no saber qué partes de mí responden a una historia real y cuáles habían sido formas aprendidas para encajar. Lloraba mucho, dormía mal. Todos los días me dolía una parte del cuerpo y la migraña no se iba. Hacía esfuerzos enormes para tareas mínimas. A veces bastaba una reunión o una lluvia insistente para quedar alterada todo el día. Ninguna estrategia me servía. Lo único que se me ocurrió fue registrar todo. Comencé a llenar una libreta, anoté mis pensamientos, mi sueños, las conversaciones, las sensaciones corporales, las fases de la luna, todo lo que hacía en el día.
Anotaba en un contexto de mucha pena. No era una tristeza puntual, sino una sensación profunda de desamparo, que venía intensamente al revisar cómo había crecido. Supongo que era el peso de lo que se había sostenido por tanto tiempo sin ser nombrado. Al mismo tiempo, apareció una forma de alivio.Todo encajaba. El diagnóstico, además de entregarme información concreta, me ayudó a crear un espacio para armar un relato en el que yo misma tenía lugar, que al fin fuera coherente para mi.
El volver a escribir me permitió encontrar patrones, saber en qué momentos y contextos exactos se me tensaban los músculos, a qué hora me daba hambre, cuántos minutos resistía una conversación muy emocional, sin querer dejar de escuchar o en qué lugares ponerme tapones en los oídos. Esa atención, al principio torpe, empezó a darme una estructura, a planificar mis recursos para vivir más tranquila. El cuerpo me mostraba con claridad cuándo interrumpir, cuándo irme, cuándo callar. Esa información tan valiosa, no venía de la mente, ni de mi capacidad para planificar escenarios, me la estaba anticipando la piel, la temperatura, la velocidad de la respiración.
Al leer el registro, puede visualizar los recursos que utilizaba. Noté que ya tenía formas de regulación, aunque yo no supiera que responden a eso. Formas de respirar en momentos precisos, pausas de movimiento, formas de organizar lo cotidiano que hacían posible sostenerme desde la calma. Esa fue la base sobre la que empecé a trabajar. Lo que antes aparecía como rareza se volvió herramienta.
Durante meses no quise hacer nada nuevo. Solo registrar. Sostener. Poner atención a los gestos repetidos. Anotar cuándo algo se sentía agradable o me transmitía tranquilidad. Enlistar las rutinas, objetos, olores, sabores, lugares y actividades que bajaban el ruido interno.
A todo ese proceso interno me recordó la quila, a los cambios que ocurren lento, solitarios, bajo un amparo. Porque al igual que un bosque no crece en un día, yo no tuve cambios repentinos, sólo me fui dando más espacio para decidir, para tener más claridad sobre dónde poner el foco, para tener más energía disponible al final del día. Como ocurre cuando una planta encuentra la luz por sí sola, la cobertura que servía de abrigo ya no hace falta y comienza a retirarse.
La quila tiene mala prensa. Se la culpa de ser invasiva. Se corta, se arranca, se trata como un enemigo. Pero bajo su follaje húmedo crece el nuevo bosque. Casi nadie nota lo que crece a su amparo durante años. Después florece y se va.
Ese proceso se parece mucho al que acompaño hoy. Lo veo en otras mujeres cuando el registro empieza a hacer efecto. Cuando las rutinas comienzan a ser reconocidas como base y el cuerpo sensible orienta y les muestra cómo habitarse mejor.
A veces me dicen que no parezco autista, aún no tengo claro si es un halago o creen que los quiero engañar para apropiarme de una categoría de moda, pero de todas maneras, esa frase señala lo que no se ve. Tengo claro que no estoy disimulando. Estoy regulada, me conozco mejor y habito lo que soy con más claridad que antes. No puedo decir que tengo todo resuelto, pero trabajo firme en mis raíces, mejoro mi suelo para crecer. Confío en eso. Como confío en la misión de la quila.
Ronina Seoane, Acupunturista y Terapeuta Corporal. Comunicadora Social.