Hay mañanas en que abrir el día me toma tiempo. No es una demora, es un proceso. Me gusta hacerlo en silencio, con pequeños gestos que se han vuelto casi sagrados. A veces pienso que lo que para otros es rutina, para mí es un lenguaje. Me visto y, mientras lo hago, elijo con cuidado los objetos que me acompañarán: un anillo con piedra luna o alguna otra que haya elegido ese día, una pulsera roja, la argolla  de matrimonio que llevo desde hace años y una cadena consagrada para los días en que atiendo en consulta.  Estos objetos son más que simples adornos, son parte de algo que me sostiene a diario.

Mientras elijo, repaso mentalmente cómo será el día, con quiénes me encontraré, qué tipo de energía necesito. Esa anticipación es la forma en que mi cuerpo se organiza. Necesito saber cómo me moveré, con quién hablaré, cuánto intercambio implicará cada situación. Las joyas me ayudan. No por lo que representan hacia fuera, sino por lo que activan hacia dentro.

El anillo con piedra luna me recuerda la posibilidad de cambiar. La pulsera roja me resguarda. La argolla de matrimonio me da seguridad y me mantiene alejada de situaciones sociales ambiguas, de interacciones incómodas con hombres. La cadena de plata me cuida cuando trabajo con otras personas, cuando estoy más abierta a lo que circula. Me siento protegida, como envuelta en un escudo luz.

Esto que hago desde la adolescencia, sin haberlo planeado como estrategia, responde a mecanismos que hoy sé como nombrar. Corresponden a rituales de regulación sensorial, a estructuras externas que le dan calma al sistema nervioso. Algunas funcionan como objetos transicionales, otras como escudos sensoriales o marcadores identitarios. También hay un componente de regulación energética, que opera como un límite sutil entre lo propio y lo externo. Son prácticas que integran lo simbólico y lo táctil, lo consciente y lo instintivo. Y funcionan.

Cuando llego a casa, me las saco una por una. Es un gesto simple, pero marca el cambio. En mi casa no necesito protegerme. No tengo que organizarme tanto. No hay exposición, no hay mirada externa. Solo mi ritmo.

He notado que cuando olvido alguno de estos objetos, algo se desordena. Me siento más expuesta, más vulnerable. Entonces activo otros recursos. Me digo frases, visualizo escudos. Creo espacios internos que me calman. Esas imágenes, esas acciones, son parte de las mismas estrategias que se fueron armando con el tiempo, entre lo sensorial y lo simbólico, entre el cuerpo y la intuición.

Durante años pensé que era una costumbre rara, una manía. Hoy entiendo que es una forma de regulación. Que esas elecciones no son un capricho, son rutas. Estar en el mundo, para quienes sentimos tanto, a veces requiere de pactos invisibles, de señales privadas y ritos silenciosos.

Mi forma de sentirme protegida también es mi forma de creer. En lo que no se ve, en lo que me sostiene, en lo que me permite transitar  la vida cotidiana desde la calma.

Ronina Seoane, Acupunturista y Terapeuta Corporal. Comunicadora Social.