A veces no sabemos por qué, pero hay ciertos lugares, sonidos o texturas que nos devuelven la calma.

El agua, por ejemplo. El sonido de un río, el ritmo de la lluvia o las olas del mar. Darse un baño de tina con agua caliente cuando el día fue demasiado. Flotar, hundirse en el mar, sentir el peso del cuerpo disolverse. La sal que limpia la energía, que nos aliviana. El olor a lavanda que calma, el del romero que nos activa.

En Clara Sensorial hablamos mucho de volver al cuerpo como refugio. Y la naturaleza ha sido, desde siempre, nuestra aliada más sabia y a la mano. Caminar descalza sobre tierra húmeda, dejar que la planta del pie reciba información directa. Oler la tierra después de la lluvia. Detenernos tranquilas a mirar la hermosura de las flores. Seguir con la vista en movimiento de las ramas con el viento. Lo tibio del sol sobre la cara, su calor que se siente en la piel como una caricia. El viento que refresca y vitaliza. Mirar el movimiento de las nubes, contar estrellas. Todo ello nos puede regular. Hay una armonía en la contemplación del paisaje que no exige nada. Simplemente parar. Estar presente. Observar. Respirar.

Cada persona tiene su “elemento medicina”. Algunas se calman bajo la lluvia. Otras mirando el fuego o escuchando el sonido de las hojas moviéndose. Lo importante es empezar a notar qué nos ayuda a bajar el volumen. Qué texturas, qué sonidos, qué olores, qué movimientos nos devuelven algo de paz.

Ese registro, que no es mental, sino corporal, puede entrenarse y se vuelve más claro cuando nos damos permiso de sentir, sin presiones en un entorno tranquilo.

No se trata de salir corriendo al bosque a buscar respuestas. A veces basta con abrir una ventana, regar las plantas, poner los pies en el pasto o mirar por la ventana cómo cambia la luz a lo largo del día.

El cuerpo reconoce eso como hogar, se siente seguro y con ello volvemos a conectar con la sensación de bienestar. 

Ronina Seoane, Acupunturista y Terapeuta Corporal. Comunicadora Social.